Tal día como hoy, el 20 de octubre de 1569, Moría en Laujar de Andarax Abén Humeya, el caudillo morisco de la rebelión de las alpujarras.
Su nombre cristiano era Fernando de Válor y Córdoba, pero al ser proclamado rey de los moriscos por un grupo de nobles granadino, adopta un nombre musulmán: Muhammad ibn Umayya, en alusión a un antepasado miembro de la familia de los Omeyas.
Fernando de Córdoba y Válor, nació cristiano en Granada y llegó a ser Caballero veinticuatro de la ciudad de Granada, es decir miembro del cabildo municipal.
Poco antes de la insurrección de los moriscos en las Alpujarras, se unió a la sublevación, abjurando de las creencias cristianas y se convirtió en el principal dirigente de la insurrección y fue proclamado rey de los moriscos en Béznar.
A pesar de que originalmente la iniciativa militar correspondió a los moriscos, pronto surgieron disensiones entre sus propios seguidores. Según los historiadores, la arbitrariedad y tiranía mostrada por Abén Humeya, le hicieron perder el apoyo de sus generales.
la noche del 20 de octubre de 1569, fue asesinado en su palacio de por Diego Alguacil, cuñado de Abén Humeya, y Diego de Rojas
Su primo Abén Aboo, le sucedería como “rey de los andaluces”, sin embargo, a pesar del apoyo de los otomanos, no pudo hacer nada contra el ejército real comandado por don Juan de Austria.
La revuelta sería definitivamente sofocada en 1571.
Aquí abajo dejo un extracto de “El último morisco” donde se relata el asesinato de Aben Humeya.
20 de octubre de 1569, La Alpujarra, reino de Granada
Después del vergonzoso fracaso de Vera, Abén Humeya, presionado por su Estado Mayor, cedió el mando de la hueste a su lugarteniente y fue a refugiarse a la villa de Laujar de Andarax. Allí, rodeado por unas reducidas tropas cuya única misión era cuidar de su seguridad, pasaba las horas solazándose con las damas de su séquito sin dejar de lamentarse por la bajeza de sus consejeros.
Se había metido en la contienda buscando poder y honores, pero los derroteros del conflicto lo superaban. Al principio había sido como protagonizar una apasionante obra de teatro con final victorioso, pero nada lo había preparado para la inimaginable crueldad de la guerra: la destrucción, el hambre, las ejecuciones de mujeres, ancianos y niños, la fetidez de las pilas de cadáveres. Lo más doloroso para él era la deslealtad de los suyos. Llevaba semanas sospechando que los generales conspiraban con los africanos y el sultán para acabar con su mando, pero no sabía cómo enfrentarse a tal amenaza. Educado conforme al catecismo católico, no se sentía atraído por los preceptos de Mahoma. Al verse rodeado por tanta muerte, empezó a preocuparse por su alma, hasta el punto de considerar rendirse y pedir el perdón a Felipe II.
Aquella noche de finales de octubre de 1569, el rey de los moriscos se despertó empapado en sudor. Incapaz de recuperar el sueño, se levantó para beber un vaso de agua y se acercó a una de las ventanas.
La palidez de la luna no lograba traspasar el manto de nubes y no se veía ninguna estrella brillar en el cielo. Un estremecimiento le recorrió la piel desnuda.
Decidió volver a la cama. Se recostó contra el cabezal apretándose las sienes, como si de esa forma pudiera ahuyentar la angustia creciente.
Un sonido metálico en la habitación contigua le alertó de que algo anormal estaba ocurriendo. Se revolvió, tanteando nerviosamente por debajo de las almohadas, pero al reparar en la mirada culpable de la doncella tumbada en el lecho supo que no encontraría la daga. En ese mismo instante, la puerta de la cámara se abrió y Abén Aboo penetró en la estancia.
Sin molestarse por ocultar su desnudez, el soberano se puso en pie y se encaró con el intruso.
—¿Cómo te atreves? ¡Sal de aquí!
—Por lo visto, las mozas se te dan mejor que la guerra.
La concubina saltó de la cama y se escabulló entre dos personajes que entraban en la alcoba.
—¿Qué pretendes, maldito traidor?
—No estás hecho para la lucha y no eres digno de dirigir esta yihad.
—¿Quién lo dice? ¿Un miserable eunuco?
Abén Aboo tumbó al monarca de una tremenda bofetada. Su rostro enrojecido confirmaba el rumor de la mutilación a manos de los torturadores del marqués de Mondéjar.
—¡Guardias, a mí!
—No te molestes. Tus perros falderos están muertos…
El general hizo una señal por encima del hombro y sus acólitos se acercaron con miradas cargadas de odio. Abén Humeya reconoció a Diego de Rojas, marido de una de sus concubinas, y supuso que venía a cobrarse la afrenta de haberle mancillado la esposa. El otro era su cuñado, Diego Benaguacil, a quien no recordaba haber ofendido.
—No os atreveréis a derramar la sangre de un descendiente del Profeta.
—Claro que no, Hernando. Nunca haríamos tal cosa.
A un gesto de su jefe, Rojas desenrolló una tira de cuero y la tensó entre sus manos. El rey de los moriscos, pasmado, no ofreció resistencia cuando le rodearon el cuello con el cordón y se limitó a cubrirse las vergüenzas con la sábana. Pronto, su piel adquirió un tono púrpura y se puso a patalear como un cordero inocente.
Abén Aboo mantuvo la mirada clavada en los ojos desorbitados de su primo hasta que dejó de debatirse. Al cabo de un rato, se levantó y, tras escupir sobre el cadáver, salió de la habitación.
Encontraras más escenas como esta, con Aben Humeya, don Juan de Austria el duque de Alba y la guerra de las alpujarras,
en el “El ultimo morisco”
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