El puerto de Adra no era más que un fondeadero cenagoso en la desembocadura del río del mismo nombre, donde solo podían atracar barcas de pesca, así que las galeras echaron el ancla a un tiro de ballesta de la costa. Una docena de botes despachados por el marqués de los Vélez, recogieron a los oficiales y los sacerdotes. Después, se dedicaron a trasladar las provisiones cargadas en Cartagena. Para llegar a la orilla, los soldados no tuvieron más remedio que arrojarse al mar, o deslizarse por los cabos tendidos desde la playa por sus camaradas.
La hueste de Fajardo ocupaba un llano en el margen derecho del río, donde centenares de tiendas de lona se alzaban de forma desordenada, entre cercas de caballos, gallineros y apriscos improvisados. La disciplina brillaba por su ausencia, y, a falta de órdenes concretas, los integrantes de las milicias concejiles mataban el tiempo jugando a los dados, alrededor de los carros entoldados de las meretrices. Las tropas catalanas se acomodaron al otro lado del estuario, en una zona pedregosa, desprovista de sombra.
Al caer la noche, el aire salino se llenó del olor de la sopa caliente y del humo de las hogueras. Dídac, que había pasado la tarde con los demás mochileros, acarreando cajas y toneles por la playa, encontró a los de Mataró sentados en torno a una candela y se unió a ellos. Nada más acabar de comer, extendió el capote en el suelo y, mientras los demás rememoraban campañas pasadas, él se quedó dormido.
Lo despertaron los parloteos de la gente, que, en la penumbra previa al amanecer, oteaban unas luces mar adentro.
—¡Los tercios! —chilló alguien. Un instante después, un griterío se elevaba por la playa del estuario.
—He contado 24 galeras. No hay duda; son los tercios de Nápoles —exclamó Menestrell, con un brillo en la mirada—. Esos moros del demonio no saben la que va a caerles encima.
El desembarco de los experimentados guerreros fue muy diferente al del día anterior. Los zapadores establecieron una cabeza de puente. En sucesivas oleadas de chalupas, llegaron los piqueros, que, nada más salir del agua, formaron cuadros erizados de lanzas, ante las miradas atónitas de los milicianos de Murcia.
Al llegar la noche, Dídac seguía dándole vueltas a la idea de desertar, sin embargo, sus posibilidades eran ya prácticamente nulas. En eso, llegó Menestrell, acompañado por un cabo de los tercios.
—Guaita Salicrú, Aquets també son catalans [1]—dijo, señalando al pequeño coro formado por los bisoños de Mataró—. ¡Venga!, hacednos sitio y acercad esa bota.
El arcabucero dejó su celada en el suelo, apoyó el cañón de su arma contra el casco de metal y se sentó frente al fuego.
—Es el mejor vino de Alella, señor —explicó Blai al entregarle el pellejo al de los tercios.
—Yo soy del Penedés, pero no le hago ascos a un Alella. Y, por cierto, no soy ningún señor, sino un simple soldado, para quién el honor vale más que su vida.
Si lo que Salicrú explicó, al calor de la hoguera, fuera cierto, habría navegado por todos los mares, librado sangrientas batallas y de paso, seducido a mujeres tan exóticas y complacientes que ninguno de los presentes se lo podía imaginar. Llegados a un punto, Dídac empezó a dudar de la veracidad de las hazañas, aun así, siguió escuchando las historias de aquel personaje fascinante.
—¿Por qué te alistaste? —preguntó alguien, en un momento en que el arcabucero se regalaba un trago de vino.
El aludido se levantó y, girando sobre sí mismo, señaló con el brazo en rededor
—Este ejército apestoso y desarreglado que veis aquí es el mejor del mundo.
El curtido guerrero fue deslizando una mirada fiera sobre cada uno de los oyentes, como buscando algún gesto de desacuerdo.
—¡El mejor del mundo! —repitió, antes de volver a sentarse—. Aunque no por la nobleza de sus oficiales, o el temple de sus armas, sino por los hombres, los más sacrificados y valientes de nuestro reino.
Al pronunciar las últimas palabras, sus ojos grises brillaron, reflejando las llamas de la hoguera. Nadie se movió por miedo a interrumpir aquella apasionada disquisición
—En los tercios, se entra pobre. Si alcanzas fama y honores, no es gracias a tu apellido, o la fortuna de tu familia, sino por tu arrojo ante el enemigo.
—¿Qué es lo más duro de la vida de soldado?
El cabo sonrió.
—¡Ya lo comprobaréis! No son las marchas interminables, ni la sed, ni el hambre, ni siquiera el dolor de las heridas; tampoco es el temor, porque no os equivoquéis: se pasa miedo, ¡mucho! El que no sienta pavor frente a una carga de caballería o delante de los cañones enemigos, es un loco. Nosotros conocemos la muerte. Hemos visto a camaradas agonizar, con las tripas fuera, invocando a sus madres; o, peor aún, mutilados tan horriblemente que te piden acabar con ellos. Tenemos miedo, sí, pero lo despreciamos y nos reímos en su cara.
—¿Podrías darnos un consejo antes de la batalla? —Esta vez fue Blai el que preguntó.
—Aunque os cueste creerlo, la proeza más insigne del militar no es el heroísmo en el campo del honor, sino la capacidad para dominar el aburrimiento, marchar y obedecer. Hoy habéis visto a vuestros semejantes maldecir por el agotamiento y la falta de comida, discutir y tirar de hierro por un mal gesto o una mirada torva, pero ante el enemigo seremos hermanos. Daremos nuestra vida por el compañero, avanzaremos, codo con codo, hacia la muerte, sin pestañear. Cargaremos, invocando a Santiago, a Sant Jordi o al santo que se tercie, y, por lo bajo, nos cagaremos en la puta madre que parió a los que osan alzar sus armas contra nosotros.
—¡No me los asustes, Salicrú! —exclamó Menestrell, con una sonrisa burlona—. Esta campaña va a ser un paseo triunfal.
—Company [2], es posible que los moros se caguen al vernos y corran a esconderse en sus madrigueras, sin embargo, el peor error del guerrero es subestimar al adversario.
[1] Guaita Salicrú, Aquets també son catalans – Mira Salicrú estos también son catalanes
[2] Company – Compañero