Abén Humeya estaba convencido, de que, una vez controlada la Alpujarra, los pueblos del Almanzora se alzarían en armas, y que una victoria sobre el diablo cabeza de hierro le devolvería su prestigio. A finales de mayo, envalentonado por la incorporación de un numeroso contingente de las nuevas zonas sublevadas, y la llegada de cuatrocientos voluntarios berberiscos enviados por el Gobernador de Argel, el rey de los moriscos decidió asestar el golpe definitivo a su enemigo más temible.
Los espías del marqués de los Vélez lo tenían al tanto de las intenciones del “reyezuelo”, como lo llamaban los cristianos viejos, y aunque podía haber optado por mover las tropas, rehuyendo el combate, decidió esperar a que fuera demasiado tarde para la retirada.
Ajenos a los tejemanejes del enemigo, los de Sorbas se sentaron, alrededor de un fuego, a dar cuenta de la cena. Pedro Ramírez de Arellano observó al cabo veterano y a los cinco bisoños imberbes, despachados desde el Carpio para reforzar su unidad. Estaba preguntándose qué tipo de complicaciones iban a ocasionar, cuando le avisaron de que debía presentarse en la tienda de mando.
—Algo raro se está cociendo aquí —comentó Peñarroja en cuanto el capitán se hubo marchado.
—Un poco de acción no nos vendría mal. —Serrano se frotó las palmas—. Ya va siendo hora de hacernos con algo de botín.
—Eso será si los moros te lo ceden graciosamente —le contestó el cabo recién llegado.
—¡Quita! Esa gente no sirve para la guerra. Son cobardes por naturaleza y solo luchan si se ven acorralados. Además, después del ocaso, temen pelear y se retiran a retozar con sus hembras, fogosas como gatas en celo.
El portugués se regodeó ante los murmullos de admiración de sus nuevos camaradas.
—Pues, bien duro pelearon en Felix —replicó Peñarroja.
—¿Estuvisteis en la batalla? —preguntó uno de los novatos.
El Sargento asintió en silencio. Rememoró a las mujeres, emponzoñando saetas o cargando arcabuces, con desprecio por sus vidas, mientras a su alrededor, padres, maridos e hijos caían bajo el fuego cristiano. Serrano, en cambio, no perdió la oportunidad de solazarse explicando sus hazañas. En eso regresó Ramírez de Arellano.
—Se nos ha confiado la misión de defender el camino de Andarax —explicó —. Pasaremos la noche en orden de marcha, vestidos y con las armas al alcance de la mano.
Peñarroja frunció el ceño, pero la mirada acerada del capitán le disuadió de hacer comentario alguno.
—Voy a organizar las guardias —dijo, poniéndose en pie—. ¡Venga! Todo el mundo a sus puestos.
Una vez comprobado que la soldadesca cumplía con las instrucciones recibidas, el sargento retornó junto a su jefe.
—Va a ser una larga espera —murmuró, con los ojos puestos en las llamas.
Conocía bien a su superior: Si le ocultaba algo, lo hacía siguiendo órdenes.
Ramírez de Arellano se levantó cuando el amanecer empezaba a intuirse detrás de las montañas. Peñarroja ya estaba despierto, y juntos caminaron por entre los cuerpos adormecidos, para sacudirse la humedad. Al llegar al límite del vivaque una voz les pidió el santo y seña.
—¡El río Aguas está seco!
El centinela se cuadró al reconocerlos.
—¡A la orden, mi capitán!
El oficial no contestó. Acababa de percibir un relincho lejano.
—¡Ya vienen! ¡Arriba! ¡A los puestos de combate!
Se escuchó un primer redoble y, en el tiempo de un parpadeo, comenzaron los disparos. Los de Sorbas se aprestaron a la lucha, entre empujones, reniegos y señales de la cruz; aunque, apenas tuvieron oportunidad de sentir miedo. Varios hombres llegaron corriendo. Vestían camisas blancas y gritaban en perfecto castellano, que no les dispararan. Los novatos se los quedaron mirando, sin saber cómo reaccionar. Peñarroja, en cambio, no vaciló. Seguro de que se trataba de una treta, le descerrajó un tiro mortal al primer encamisado. Los demás cayeron antes de alcanzar las posiciones de los cristianos, pero, detrás de ellos, venía un alud de enemigos. Fue como si las fuerzas de la naturaleza se desencadenaran.
Aturdido por el estruendo de las armas de fuego y el olor asfixiante de la pólvora, Ramírez vio a sus hombres caer, segados por una guadaña invisible, aun así, se mantuvo en su posición, atravesando con la espada a cualquier atacante a su alcance. A punto de ser engullidos por la marea morisca, una compañía de arcabuceros descargó un diluvio de plomo sobre los asaltantes. Aquella oportuna acometida frenó el ímpetu del enemigo, permitiendo un repliegue ordenado.
Desde una loma cercana, Abén Humeya vio como las cargas por los tres accesos a Berja, se estrellaban contra las defensas. Por eso, cuando le llegó la inteligencia de que el marqués de los Vélez se encontraba en la plaza Vieja, mandó a todas las unidades de reserva con el objetivo de penetrar el cerco y matar a Fajardo. Los moriscos atacaron con bravura y los cristianos defendieron sus posiciones con resolución. Se luchó, casa por casa, en patios y solanas. Parapetados detrás de ventanas y portillos, los de Sorbas disparaban sin descanso, aunque, por culpa de la humareda, lo hacían a ciegas. Aun así, los callejones quedaron pronto cubiertos de víctimas.
El adelantado mayor de Murcia salió de la casona, en la que había instalado el cuartel general, y se ciñó el yelmo. Después, con la ayuda de dos escuderos, montó sobre un enorme caballo de batalla. A pesar de su tamaño extraordinario, el animal acusó el peso de su dueño en armadura. El noble palmeó el cuello de su montura y la hizo avanzar hasta situarse al frente del destacamento. Cuando se volvió, hacia el escuadrón de caballería, los jinetes se irguieron, gallardos, en sus sillas y los caballos se pusieron a piafar y relinchar. Despejadas las barricadas de la plaza, don Luis se santiguó y desenfundó la espada. Presintiendo la inminencia de la confrontación, su corcel mordió el freno con tal fiereza que le salpicó las piernas de espumarajos. Entonces, las campanas de la parroquia de la Anunciación empezaron a repicar. Esa era la señal que esperaban los sitiados para despejar las calles, y Fajardo, para picar espuelas.
Los asaltantes, que corrían por la calle mayor, oyeron el atronador ruido de cascos, y se echaron a un lado, para evitar ser pisoteados por el formidable centauro de hierro, lanzado al galope. Los caballeros cristianos aprovecharon el desconcierto y se adentraron a mandobles, por el pasillo abierto, dejando tras ellos un reguero de cadáveres. Si los moriscos no hubiesen cedido al pánico, podrían haber aniquilado a los jinetes enemigos, pero al ver caer a los infantes más arrojados; sus camaradas ya solo pensaron en salvar la vida. Al presentir la derrota, la moral de las tropas rebeldes se derrumbó como un castillo de naipes, de tal forma que, hasta las unidades, que aventajaban al enemigo, huyeron en desbandada.
Ramírez retiró, con la punta de la espada, la extraña guirnalda ceñida a la cabeza del berberisco que acababa de matar. A su alrededor, decenas de cuerpos yacían en el suelo. Aún sonaban escopetazos, aquí y allá, aunque los alaridos del ataque habían dejado paso a los clamores de los vencedores y los lamentos de los moribundos. Los supervivientes, desconcertados, se miraban los unos a los otros, palpándose las extremidades para averiguar si la sangre que los cubría era propia o de extraños.
El sargento Peñarroja se acercó cojeando. Lucía un corte en la frente y se sostenía el brazo izquierdo.
—Siete bajas, mi capitán.
Esa cifra significaba que, además de ellos dos, tan solo habían sobrevivido tres hombres de la guarnición de Sorbas. Ramírez iba a preguntar por sus nombres, cuando, un poco más allá, vio a Serrano inclinarse sobre un cadáver, seccionarle un dedo anillado y meterlo en una taleguilla. Fue a increparlo, pero la lengua se le pegó al paladar, así que se limitó a sacudir la cabeza.
—Extraño oficio el nuestro, ¿verdad?
Ramírez reconoció al oficial que los auxiliara al principio de la batalla.
—¿Extraño?
El otro se alisó el mostacho antes de explicarse.
—Si masacramos a nuestros enemigos, los decapitamos o pisoteamos con los caballos, nos tratan de héroes. Ahora bien, si mutilamos a un cadáver, somos unos villanos.
—¡Muy cierto! ¡Gracias por lo de antes!
—No hay de que, capitán…
—Ramírez de Arellano.
—Alarcón, Sargento de las milicias de Lorca.
Se estrecharon las manos.
Extracto de la novela: El último morisco.
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