En algún lugar de la costa almeriense,
invierno de 2012.
Los motores del CRJ200 rugen.
Veo coches en miniatura moviéndose por la cinta gris que bordea la playa de la Cañada.

Más allá, una inmensidad plateada refleja la luz de la mañana,
devolviendo a la atmósfera parte de la energía que el sol brinda a esta tierra tan bella y dura.
A 25 000 pies de altitud, distingo claramente la aridez del desierto de tabernas.
Pego mi cara a la ventanilla.
A lo lejos, veo las canteras de yeso…
y Sorbas,
el pueblo de mis antepasados

Los primeros rayos de la mañana me acarician la cara,
cierro los ojos, me invade una placentera pesadez…
Estoy deseando llegar a casa para ponerme a escribir.
Escribir…
¿Cómo contar ese drama?
La mente me bulle, pero el papel se resiste

Lector empedernido de novela histórica sabía que una obra ambientada en el siglo XVI es mucho más complicada que un relato contemporáneo.
¿Cómo hablaba la gente?
¿Qué ropas vestían, qué comían?
¿Cómo medían las distancias?
¿Cuánto costaba una gallina?

Tanto desconocimiento me asustaba un poco,
pero, tengo mentalidad de ingeniero, así que la puse a trabajar.
Al contrario de lo que pudiera parecer comencé la novela por el final.

Basándome en hechos reales, documentados, tejí una trama hacia atrás en el tiempo.
A partir de esa estructura, fui recabando enormes cantidades de información sobre los moriscos y sus costumbres.

Fueron diez largos años recopilando datos, devorando biografías de personaje históricos.
Dos lustros visitando archivos, castillos, recorriendo las calles de los pueblos, y lugares donde se celebraron las batallas.
Los personajes se fueron perfilando.
A algunos les tomé mucho cariño, a otros…menos.

Las escenas más difíciles de escribir fueron las que involucraban la muerte de algún personaje querido.
Más de una vez tuve que salir a dar un paseo antes de volver a enfrentarme al teclado.
Con todo, los capítulos empezaron a amontonarse, y las dificultades se fueron multiplicando.
Si os soy sincero,
en algún punto del camino pensé que la novela no vería la luz.
Pero, era demasiado tarde para echarse atrás…

Un buen día,
10 años después de escribir la primera letra de
El último morisco,
estampé la palabra
«fin»
en la última página del manuscrito.
Es una sensación difícil de explicar
sobre todo, porque sabía que esa compañera omnipresente iba a apartarse de mi lado.
Me resistí un poco, pero, después de varios meses corrigiendo el manuscrito decidí abandonarla.
¡Si!,
abandonarla porque una novela no se acaba nunca, se abandona…
Ahora tenía que publicarla…
pero esa historia, te la contaré otro día.
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