El último morisco

El 7 de octubre de 1571 tuvo lugar en Lepanto la mayor batalla naval de la historia moderna.

Más de 400 galeras y casi 200.000 hombres se enfrentaron en una lucha que mostró el poder de la artillería europea sobre la marina otomana

A las nueve de la mañana, ambas escuadras avanzan una contra otra van desplegando las banderas y los estandartes. Suenan trompetas y tambores, se reza, maldice, grita y arenga, unos lo hacen por rabia otros para ahogar su miedo.

A los remeros se les da vino para que afronten el embate con energía. Al mismo tiempo se preparan las armas y las herramientas de abordaje, se despejan las cubiertas antes de echar en el suelo la arena que luego se empapará con la sangre de los combatientes.

Juan de Austria entre el almirante pontificio Marco Antonio Colonna y el almirante veneciano, Venier.Foto: Óleo anónimo. Galería de Retratos, Innsbruck. Erich Lessing / Álbum.

  

A primera vista, las fuerzas parecen equilibradas, pero la realidad es otra. Los hombres de don Juan de Austria suman unos 36.000 soldados de infantería, más unos 34.000 marineros y galeotes libres que son armados para que, llegado el momento y cuando ya no sea necesario que sigan remando, se sumen también al combate. Otros 20.000 hombres van como remeros forzados; de ellos, los que no son esclavos comienzan a ser desencadenados con la promesa de libertad e indulto de sus penas si demuestran su valor en la lucha. En la armada otomana los hombres de armas son menos, en torno a 20.000. Además, tienen el problema de que un elevado número de sus galeotes son esclavos, en gran parte cristianos, por lo que no son muchos los que pueden liberar para que les ayuden en la batalla. Por lo tanto, la flota de la Liga Santa dispone del doble o triple de combatientes que el enemigo, lo que va a ser determinante en el resultado final.

Han pasado cinco horas desde que las dos flotas se han avistado. Poco a poco se van acercando. Las galeras navegan en paralelo sin apenas poder maniobrar; sólo marchan hacia adelante al ritmo de la boga, hacia el choque. Son las doce del mediodía y el infierno está a punto de desatarse. A esa hora, cinco de las seis galeazas cristianas, que marchan a la vanguardia de la flota, se aproximan a los turcos. Semejantes a castillos, cuentan con 44 piezas de gran calibre cada una. Los otomanos les disparan, con escasos resultados; en cambio, los cañones de las galeazas arrasan las cubiertas de los buques próximos y envían a pique a varias galeras turcas. La armada del comandante turco, Alí Pachá, les deja atravesar sus filas para sufrir menos daños, esperando el choque con el grueso de la flota de la Liga.

LA ARTILLERÍA ABRE FUEGO

La tensión crece en las dos armadas, que están sólo a unos centenares de metros. Ambas saben que han de disparar sus cañones lo más tarde posible para causar más estragos, pues luego, en el fragor del combate, será muy difícil la recarga. La mayor parte de las gruesas piezas de artillería sólo podrá disparar una vez. En esta guerra de nervios son los otomanos los que disparan primero, pero casi todos sus proyectiles van a parar al mar. Cuando ya les separan menos de cien metros, los cañones de las galeras de la Liga empiezan a vomitar su carga, barriendo las cubiertas otomanas. A esa distancia no hace falta apuntar: se dispara a bulto, sabiendo que las balas y la metralla impactarán en los cuerpos y buques enemigos.

Lo normal es que cada barco escoja a su oponente y se enzarce en una lucha furiosa.

Cuando se produce el choque, muchos de los espolones de las galeras consiguen clavarse en los costados del enemigo, rompiendo remos y cubiertas. Ahora, borda con borda, comienza otra batalla. Ya no es una batalla naval, es un abordaje en el que las infanterías se lanzan a luchar sobre una aglomeración de barcos trabados entre sí por garfios, tablones y pasarelas. El azar y los choques de las embarcaciones hacen que los hombres de una galera tengan a veces que luchar contra dos, tres y hasta cuatro navíos enemigos que la rodean. Sin embargo, lo normal es que cada barco escoja a su oponente y se enzarce en una lucha furiosa. Los soldados cristianos disparan una y otra vez sus arcabuces, a lo que los otomanos responden mayoritariamente con flechas. El objetivo de cada fuerza embarcada es conseguir abordar al contrario y combatir en su puente a golpe de espada hasta matar o echar por la borda a todos los contrincantes.

Oleo del pintor veneciano Andrea Vicentino basado en el testimonio de los participantes, que recrea con gran realismo el choque entre los dos ejércitos en el momento culminante de la batalla. Foto: Palacio de los Dogos, Venecia. AKG / Álbum.

LA HORA DE LA INFANTERÍA

El golfo de Lepanto se convierte en un gran campo de batalla que, a su vez, se fragmenta en cientos de pequeños escenarios en los que la suerte puede ser diversa. Ambos bandos cruzan fuego de arcabuz y de pistolas, flechazos, lanzadas y hasta fuego griego, la famosa bomba incendiaria inventada por los bizantinos. No se hacen prisioneros, salvo aquellos capitanes distinguidos por los que se pueda pedir un suculento rescate. El ala izquierda cristiana, que está junto a la costa, es la primera en entrar en combate. Ahí están los venecianos comandados por el almirante Barbarigo, quien morirá de un flechazo en un ojo. En los primeros momentos se ven parcialmente desbordados por los turcos, pero, habiendo sido reforzados por alguna nave del centro y de la reserva de Álvaro de Bazán, logran imponerse y obligan al enemigo a huir a tierra tras matar a su comandante Sirocco. El centro de don Juan de Austria entra en lucha a continuación, entablando combate frontal con las naves de Alí Pachá e imponiendo su potencia de fuego y su infantería, superior a los jenízaros enemigos.

EL BALANCE DE LA CARNICERÍA

Sólo el ala derecha, comandada por Andrea Doria, que se ha alejado a mar abierto, es desbordada y envuelta por el grupo de Uluch Alí, quien logra hundir y arrasar unas cuantas galeras cristianas. Entre ellas está la nave capitana de la Orden de Malta, cuya tripulación es exterminada. Pero la llegada de refuerzos del centro y la reserva hace huir a los turcos con lo que queda de sus barcos, llevándose una galera veneciana como botín.

Alegoría de la batalla. Felipe II encargó a Tiziano este óleo en el que se conmemora la victoria de Lepanto y el nacimiento de su hijo Fernando, que moriría poco después. Museo del Prado.Foto: Erich Lessing / Álbum.

 

A las cuatro de la tarde, la batalla parece llegar a su fin.

Es la hora del saqueo, y las tripulaciones porfían y discuten por ver cuántas galeras enemigas logran remolcar. El balance de bajas en la Liga es aterrador: 15 galeras perdidas (una de ellas capturada), 7.650 muertos y 7.784 heridos. En el bando otomano se han hundido también 15 galeras y otras 160 han sido capturadas (las cifras exactas difieren según los distintos comandantes), aunque algunas de éstas quedan en tan mal estado que pronto se irán a pique. El número preciso de muertos se desconoce, pero se evalúa en unos 30.000. Más exacta es la cifra de prisioneros, unos 8.000, que serán convertidos en esclavos. Son liberados asimismo unos 12.000 galeotes cristianos, entre los que hay numerosas mujeres.

PARA SABER MÁS:

Lepanto: la batalla de los tres imperios. A. Barbero. Pasado & Presente, Barcelona, 2011.

La batalla de Lepanto. M. Rivero. Sílex, Madrid, 2008.

Rojo amanecer en Lepanto. Luis Zueco. Madrid, De Librum Tremens, 2011.

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