
Mayo de 1566, Sorbas, reino de Granada.
Aquella noche, como de costumbre, Pablo Serrano penetró en su casa tambaleándose y avanzó a tientas en la oscuridad. Después de tropezar con la cantarera y volcar un par de sillas, entró en su alcoba y sin quitarse las botas, se dejó caer en el camastro. Estaba a punto de dormirse, cuando procedentes de la cámara contigua, oyó unos murmullos de protesta. Agudizó el oído, y reconoció la voz de su cuñada. Los cuchicheos fueron sustituidos por el rítmico crujir de un colchón de perfolla y, poco después, pudo distinguir unos gemidos apagados.
Unos meses antes, había escrito a sus hermanos, exagerando la magnificencia de sus propiedades. En la carta, los invitaba a compartir su techo y ofrecía la mitad de todo lo que pudieran producir sus tierras. Después de un viaje de ciento cincuenta leguas, sus familiares llegaron a Sorbas. Su hermano menor, Isidro, era poco más que un muchacho, pero Salvador, el mayor, venía con esposa y dos hijas. Pablo los recibió de forma desabrida, y les asignó unas habitaciones sucias, donde las primeras noches, tuvieron que dormir en el suelo, envueltos en sus propias capas y mantas. Las esperanzas de prosperidad, se evaporaron con la primera cosecha que resultó irrisoria. El único que congeniaba con Pablo era Isidro, quizás porque compartía su afición al vino y a los naipes.
Aquella mañana, Pablo Serrano se quedó remoloneando en su catre hasta que oyó a Salvador despedirse de su mujer y salir hacia los campos, por los que él, nunca se dignaba aparecer.
Tomasa, que amasaba harina inclinada sobre la mesa de la cocina, sintió dos garras cerrarse sobre sus pechos y dio un grito.
—¿Estás loco? ¡Suéltame!
La mujer clavó las uñas en las manos de su cuñado y se revolvió furiosamente.
—Así me gusta, que te resistas —masculló el agresor sin aflojar su presa.
Tomasa miró hacia el vano de la puerta, temerosa de que alguna de sus hijas apareciera.
—Te he dicho que me sueltes, cerdo asqueroso.
Al ver la cara de su cuñada, desfigurada por el asco, el deseo de Serrano se desvaneció.
—Tú te lo pierdes —murmuró a la oreja de la mujer, antes de apartarse de ella—Ya sabes dónde estoy si quieres conocer a un hombre de verdad.
Tomasa se alisó el delantal y escupió a los pies de su cuñado.
—Como Salvador se entere de esto, te mata.
—Ya te guardarás de decirle nada, a menos de que quieras quedarte viuda.
Serrano deslizó lentamente el pulgar por su garganta. La aludida tuvo la certeza de que no se trataba de una bravuconada.
Sobre el medio día, el portugués aparejó su caballo, y se fue al pueblo. Isidro, lo esperaba en la taberna con una jarra de vino y dos cubiletes encima de la mesa.
—¿Qué más has averiguado de los tejemanejes de Tomasa? —preguntó en cuanto se hubo sentado.
—Esa bruja no para de calentarle la cabeza a Salvador para que volvamos.
Pablo chasqueó la lengua.
—¿Y qué piensa ese calzonazos?
—Está indeciso
—¿Indeciso?
—Está convencido de que aquí no hay forma de prosperar, pero, por otro lado, le aterra la idea de regresar a Elvas con el rabo entre las piernas.
Isidro llenó el vaso de su hermano y alzó la jarrilla vacía para llamar la atención del tabernero.
—Tenemos que hacer algo…—Pablo Serrano se quedó rumiando en silencio. Al cabo de un rato su semblante se iluminó—. Se acerca San Martín, celebrémoslo con una matanza como no han visto por aquí.
La hija del bodeguero llegó con una jarra y la dejó sobre la mesa. Los dos hermanos repasaron a la muchacha con sendas miradas lascivas.
—Está buena, ¿verdad? —manifestó Pablo sin importarle que la muchacha pudiera oírle.
Isidro, envalentonado por el alcohol, palpó el trasero de la joven antes de que pudiera escabullirse entre las mesas, pero el gesto no había pasado desapercibido para el dueño del local.
Florentino “el manco” se limpió la mano en un trapo mugriento que colgaba de su cinturón y se acercó a los portugueses. Era hombre de pocas palabras, pero todos en el pueblo sabían que antes de perder el brazo había sido carcelero, y que no convenía desafiarlo.
—¿Cómo te llamas, mozo? —La media sonrisa que el tabernero le dedicó al menor de los Serrano contrastaba con las rendijas en que se habían convertido sus ojos.
—Isidro. ¡Soy su hermano! —. El joven señaló con orgullo a Pablo.
—Ah, ¿sí? —El ex carcelero cabeceó, como si aquella afirmación le hubiera impresionado, y sin más, le propinó al muchacho un guantazo que lo tiró de la silla.
Pablo Serrano, apuró su vaso, se levantó pesadamente evitando cruzar su mirada con la del bodeguero y, tras ayudar a su hermano a ponerse en pie, declaró, con voz pastosa, que era hora de volver a casa.
Junio de 1566, Quajalana, reino de Granada.
El gorrino no pesaría más de 60 libras, pero sus chillidos penetrantes sacaron a los vecinos de sus casas. Atónitos, los habitantes de Quajalana descubrieron a Pablo Serrano azuzando al primer cerdo que veían en su vida. Al pasar frente a Ali “el viejo”, el cochino se detuvo un instante y le soltó a los pies, un chorro de orina. El anciano agitó su puño al aire y le dirigió a Serrano una retahíla de improperios, pero, en su precipitación por alejarse, perdió una albarca. Para gran regocijo de la banda de niños que seguían a la extraña pareja, el cerdo mordió la alpargata y se la llevó en el hocico.
—No te preocupes, Ali —soltó Serrano en tono jovial—, te la devolveré cuando la cague el jalufo.
—Jalufo, jalufo —repitieron los críos, mientras el portugués guiaba el animal calle arriba.
—¿Qué traes ahí? —preguntó Salvador cuando su hermano apareció con el gorrino.
—¿No lo ves?, un porco, como los de nuestra tierra.
—¿De dónde has sacado el dinero? —Salvador, temió por las pocas monedas que ocultaba bajo su jergón.
Pablo Serrano sonrió maliciosamente.
—Me lo ha dado el cura en pago por un servicio prestado. Este año tendremos una matanza como dios manda; a ver si así, tu mujer deja de lamentarse.
El día once de noviembre, todos los miembros de la familia se levantaron antes del amanecer. La matanza de un cerdo de doscientas libras de peso alejaría la amenaza del hambre, hasta la primavera. Por primera vez desde la llegada de sus hermanos, el ambiente que se respiraba en la casa de Serrano era festivo.
Salvador e isidro empezaron por trasladar la mesa de la cocina al callejón. Tomasa prendió una hoguera y las niñas fueron sacando las orzas de barro cocido que luego contendrían la carne del animal sacrificado. Cuando todo estuvo listo, Pablo fue al corral a buscar al involuntario protagonista de la jornada. El animal, quizás intuyendo lo que iba a suceder, se resistió al traslado, lanzando unos berridos tan estridentes, que no tardaron en alarmar toda la aldea.
—Vamos a mostrarles a estos herejes como los cristianos de bien matan a un cochino —dijo Pablo, la cara enrojecida por el esfuerzo y los dos vasos de orujo que acababa de zamparse.
Entre los tres hermanos subieron al cerdo sobre la mesa y cuando le hubieron inmovilizado las patas, Tomasa arrastró un barreño de lata al lugar donde preveía que iba a caer la sangre. Al ver a Pablo acercarse con un cuchillo, el cerdo redobló los chillidos y se debatió con tal furia que pareció que iba a soltarse de las ataduras.
—¡Sujetadlo bien! Tomasa, acerca el barreño que no se pierda ni una gota —ordenó Pablo.
El matarife aprovechó un breve instante en que el gorrino recuperaba el resuello y le hundió la hoja en la garganta. Los chillidos llegaron al paroxismo mientras la vida escapaba del animal al compás de los borbotones carmesí. Aún pataleaba cuando lo colgaron encima del fuego para que Tomasa y las niñas eliminaran los pelos, raspando la piel chamuscada.
Sentado frente a la hoguera, Pablo Serrano alzó su bota de vino. Mientras bebía reparó en la presencia de unos vecinos, que los observaban desde una distancia prudencial.
—Acercaos —acompañó su ofrecimiento con un amplio gesto con la mano—. Todo es bueno en el cochino, desde el hocico hasta el intestino. ¡Mirad!
De un tajo abrió el vientre del cerdo y un amasijo de tripas se escurrieron en una jofaina.
—¿No os gusta la carne de jalufo? —exclamó, alzando al aire unas vísceras ensangrentadas.
Ali “el viejo” no pudo aguantarse más y vomito en medio del callejón. Los demás volvieron la espalda y, asqueados, se alejaron en silencio.
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