Quajalana, febrero de 1562
Cuando vio a su padre entrar en el patio, Karíma soltó el aventador con el que estaba avivando el fuego del hogar y se precipitó en el interior de la casa.
—¡Ha llegado! ¡Padre, ha llegado! —Yusuf sacudió la cabeza y ató las riendas de” babucha“ a una anilla empotrada en la pared.
—Es que no hay ningún hombre en esta casa— Exclamó al ver que nadie acudía para ayudarle a descargar el serón—. “cagoendios”— masculló cambiando al castellano, una lengua que apenas entendía, pero que usaba para los juramentos.
Mientras vaciaba la carga de hojas de morera en unas cestas de mimbre, Karíma regreso dando unos grititos incomprensibles y llevando de la mano a un joven alto y distinguido que vestía ropas a la castellana.
—Mira quien ha venido— anunció Salma que venía tras ellos con la cara sonriente.
—¡Buenas tardes, Padre Yusuf!
Antes de corresponder al saludo de su yerno, Yusuf se tomó el tiempo de darle una palmada a babucha en la grupa para hacerle entrar en el corral. El marido de Zahra, acostumbrado a la rudeza de su suegro, no se mostró ofendido.
—Que Alá esté contigo ¿No ha venido mi hija contigo?
—No se encuentra muy bien – Placido le dedicó una mirada de complicidad a su suegra, y esta no pudo contenerse más.
—Eres abuelo esposo mío, Zahra acaba de dar a luz…—Yusuf, se quedó mirando fijamente a su mujer a la espera de una pieza vital de información.
—Es una niña — El patriarca no movió un solo músculo de la cara—. Placido nos estaba contando que es preciosa …—precisó la flamante abuela
—Es el vivo retrato de su madre — añadió el marido de Zahara.
—¿Cómo está mi hija? — preguntó Yusuf por fin
—Se recupera estupendamente. El bautismo de la niña se celebrará el próximo domingo; será en Lubrín —. Yusuf soltó un bufido y, dando la conversación por zanjada, se metió en el corral.
—¡Una niña! — masculló entre dientes, mientras con sus manos nudosas echaba un cuartillo de cebada en el comedero de Babucha.
El día del bautismo, salieron de Quajalana antes de que el sol despuntara.
Aquella larga noche de febrero había sido más fría de lo habitual y la escarcha cubría los lados del camino. Salma, sentada de lado sobre Babucha, sujetaba a Karíma que, envuelta en una manta, dormitaba mecida por el movimiento del animal. Su marido caminaba delante, sujetando las riendas y Kahlíl seguía unos pasos detrás.
Al llegar a la rambla, Yusuf se detuvo para quitarse el calzado.
—¿Qué haces esposo? ¿Las esparteñas nuevas te hacen daño?
—No —contestó Yusuf, antes de arrojar las alpargatas en las alforjas—. Me las pondré antes de llegar a Lubrín. Están las cosas como para ir gastando las suelas innecesariamente.
Al cabo de una hora de marcha llegaron a la aldea del Pilar y se detuvieron para que babucha pudiera saciar su sed en el abrevadero que le daba nombre a la aldea. Reemprendieron la marcha sabiendo que el camino no tardaría en volverse más escarpado. Para llegar a Lubrín iban tener que recorrer un desfiladero intimidante llamado la garganta del cuervo, un lugar sobre el que, en las largas noches de invierno, a la luz de los candiles se contaban historias de apariciones sobrenaturales. Yusuf no creía en esos relatos, pero, como muchos otros hombres por lo demás valientes, evitaba pasar por la cañada después del ocaso.
—Vamos aligeremos el paso— ordenó el cabeza de familia golpeando los cuartos traseros de la burra con la palma de su mano.
A la salida de la quebrada un panorama espectacular se abrió ante sus ojos, el amplio valle apareció totalmente salpicado del blanco y rosa de los almendros en flor. Sin que la marcha se detuviera, Salma hundió las manos en una las alforjas y extrajo una hogaza de pan envuelta en un paño blanco, corto una ancha rebanada para su esposo, las dos siguientes, más finas se las dio a sus hijos, ella se contentó con masticar un trozo de dura corteza. Pensó que muy pronto conocería a su primera nieta, cerró los ojos, sintió como el tibio sol de invernal acariciaba su cara, inspiró los aromas de romero y tomillo, y por un momento se sintió feliz.
Llegaron a Lubrín poco antes del mediodía. A esa hora las casas refulgían al sol y el único edificio que rompía la blanca uniformidad era el castillo, o mejor dicho sus oscuras ruinas que se erguían desafiantes sobre el cerro que dominaba la villa.
Yusuf y los suyos penetraron en la aglomeración por la parte alta. Como era domingo una multitud de compradores y tenderetes multicolores abarrotaban la plaza mayor y las calles adyacentes.
Los vendedores gesticulaban vehementemente ofreciendo sus productos a gritos. Kahlíl, maravillado, caminaba lentamente entre los expositores cargados de mercancías de todo tipo, para poder gozar del delicioso aroma azucarado procedente de un puesto de buñuelos.
El grupito familiar encaró un callejón cuya pendiente era tan empinada que las herraduras de babucha resbalaban a cada instante. A pocos pasos se encontraba el establo comunitario de los vecinos de la aldea del Hinojo, el lugar donde vivía su hija Zahra desde su matrimonio con Placido. Yusuf descargó Babucha y le dio de beber mientras Kahlíl traía un puñado de grano y una gavilla de paja.
Los familiares de la recién nacida se congregaron en una placeta cercana a la iglesia esperando que se abrieran las puertas del templo. vestían sus mejores ropas para la ocasión. Las mujeres lucían unos zaragüelles amplios y llamativos chalecos de colores; todas se cubrían la cabeza con pañuelos y algunas se ocultaban el rostro con un velo. Muchos hombres iban ataviados al modo castellano, aunque los ancianos preferían los albornoces con capuchas. Cuando Zahra apareció en medio del bullicio, radiante con su hija en brazos, la gente se fue apartando para dejarla pasar. La niña vestía un precioso faldón rematado con encajes de puntas redondeadas y lazos de raso. Placido, con una sonrisa de oreja a oreja, caminaba sujetando a su esposa por el brazo temeroso de que pudiera tropezar en alguno de los socavones de la plaza.
Salwa se plantó frente a su hija y emocionada le dio dos besos, después estiro los brazos requiriendo a la niña.
Yusuf saludó a su consuegro con una leve inclinación de la cabeza, y dedicó unos instantes a buscar en la cara redonda y los ojos achinados de la criatura algún rasgo familiar. La niña alargó una mano regordeta y rosada hacia la barba de su abuelo que, al reparar en el color lechoso de su piel, echo la cabeza atrás sin poder evitar una mueca agria. —¿Dónde está Rachid? — preg
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