El último morisco

 

Marzo 1565, Sorbas, reino de granada.  

Tres hombres penetraron en la casa de Miguel el Haduz, al amparo de la noche. El primero, era Gerónimo el Gazí, un anciano que ejercía de guía espiritual entre los moriscos de Sorbas; le seguían García El Forai, el alguacil y Alonso Alfacar, el alfarero más influyente de la villa. Un sirviente los condujo a una habitación donde los esperaba el alcalde y Ahmed el Fuleyli, un sanador de animales, que, de forma clandestina, aprovechaba sus viajes por la comarca para circuncidar a los recién nacidos, una actividad castigada duramente por la inquisición.

—Hermanos, perdonad que os haya echo llamar con tanta urgencia—explicó El Haduz—, pero Ahmed trae noticias muy inquietantes de Guadix. Por favor, repíteles lo que me acabas de contar.

Aunque el tajador no pasaba de la treintena, la piel de su cara, tostada por el sol, estaba     tan arrugada como la de un viejo.

—Según una noticia que circula por Guadix, su majestad está a punto de prohibir todos los derechos de que nos garantizaron los reyes católicos.

Los hombres se miraron los unos a los otros, incrédulos.

—Pero… Si ya nos han prohibido todo lo que se puede prohibir —se arrancó a decir el alguacil—. Qué más pueden quitarnos.

—Se habla de impedir usar nuestra lengua.

—Está claro que se trata de un malentendido —García El Forai sacudió la cabeza—¿Cómo van a evitar que el pueblo hable su lengua?

—También hablan de obligarnos a vestir a la castellana…

A pesar de su avanzada edad, Gerónimo el Gazí se levantó como impulsado por un resorte y se puso a soltar maldiciones. Aun así, El Fuleyli, impasible, siguió con el relato.

—Quieren cerrar los baños, prohibir los bailes y las zambras…

Mientras un griterío indescriptible se apoderaba de la estancia, el alfarero en permaneció callado. Cuando el barullo se calmó un poco, tomó la palabra.

—¿Que hacemos si lo que nos ha contado Ahmed es cierto?

La pregunta, cayó como un mazazo sobre las cabezas de los presentes.

El Fuleyli intervino de nuevo

—Se comenta que una delegación de notables granadinos ha salido hacia la corte para rogar al rey de que se siga respetando nuestras costumbres y los elementos distintivos de nuestra cultura.

—Alabado sea alá, porque solo a él debemos alabar en la penuria

—exclamó El Gazí.

—¿Y qué pasa si al final el rey no les hace caso? —insistió Alfacar.

—No llames es al mal tiempo Alonso —le dijo el alcalde—. Ya en tiempos del emperador se intentó lo mismo, en aquella ocasión ochenta mil maravedíes lograron parar el golpe. Recemos para que esta vez ocurra lo mismo –

—Rezar está bien, pero, aunque el rey cambie de opinión, la duda sobre la sinceridad de nuestra fe seguirá planeando sobre nuestras cabezas.

—Pues convirtamos nos en lo que esperan de nosotros, seamos un modelo de virtud —Todos miraron al alguacil como si acabara de perder la razón—. Según la fatua del Mufi de Oran, la taqqiya nos permite cumplir con las normas externas cristianas sin traicionar nuestra fe musulmana

Se oyeron murmullos de asentimiento, entonces la cara de García El Forai se iluminó

—¡Ya lo tengo! —los demás lo miraron expectantes—. Vamos a crear nuestra propia cofradía, una cofradía de cristianos nuevos que rivalizará con las existentes.


En la Villa de Sorbas, a veinte de abril de mil quinientos y sesenta y siete años.

 Reverendísimo Señor obispo.

Me veo en la penosa obligación de  relatar los acontecimientos que sucedieron en la villa de Sorbas, con ocasión de la celebración de la  Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro señor  Jesucristo, y que han cubierto de vergüenza en nuestra parroquia.

Todo empezó hace algunos meses cuando un grupo de cristianos nuevos solicitaron la autorización para establecer una cofradía de penitentes.

Convencido de la bondad de la idea, este confiado sacerdote que escribe, extendió su  permiso y a primeros de marzo tuve el honor de presidir el primer cabildo en el que quedó constituida la Cofradía penitencial bajo el nombre de “Jesús crucificado”.

Con gran regocijo pude comprobar como el fervor católico se extendía entre los cristianos nuevos y como la asistencia a las misas crecía de forma notable.

Gracias a las aportaciones de sus numerosos miembros, la cofradía pudo encargar, para la procesión del Corpus Christi, vistosos trajes con capa y anagrama bordados, un cirial, así como una preciosa cruz de madera de olivo.

El domingo de ramos las calles estaban abarrotadas de gente que agitaban sus ramas de olivo celebrando con alegría la entrada triunfal de Jesucristo en Jerusalén y para el viernes se había previsto conmemorar la crucifixión de nuestro señor con un vía crucis por la calle mayor a cargo de la nueva cofradía de cristianos nuevos.

Temprano por la mañana las gentes empezaron a ocupar el espacio a lo largo del recorrido y frente a la iglesia parroquial, donde se iba a representar la crucifixión de Jesús.

Me había cerciorado de que el papel del Redentor fuera representado por un joven cristiano nuevo de reputación intachable y de aspecto muy digno.

Al oír el redoble de tambores que anunciaba la entrada de la procesión en la plaza, me puse de puntillas para ver aparecer por la plaza el hijo de dios con la santa cruz.

¡Aquí es donde las cosas empezaron a torcerse!

En lugar del esperado recogimiento, la gente empezó a reír y gritar jubilosa. Yo no podía ver lo que sucedía, pero cuando, vi que quien portaba la cruz era Liberto, un pobre negro, simple de espíritu, que oficia de enterrador.

La gente perdiendo tanto el decoro como el debido respeto, mientras unos jóvenes,  jaleados por la multitud  desvalijaban el puesto del  panadero  y usaban los roscos  como proyectiles contra el enterrador.

Sin que pudiera impedirlo, mis feligreses más devotos se abalanzaron sobre el falso cristo y sus acompañantes. En la pelea que siguió, decenas de personas resultaron heridas, pero los más escandaloso fue que, durante el forcejeo, las ropas de liberto se desgarraron y enseñado sus vergüenzas a los presentes, sin ningún pudor.

Tras los hechos pude averiguar que, en un exceso de celo imperdonable, los cristianos nuevos pensaron que, clavando al figurante en la cruz, de verdad, resultaría muy inspirador. Evidentemente el joven que yo había elegido se negó , así que los moriscos ofrecieron al enterrador, a cambio de tres  monedas y un pellejo de vino, dejarse clavar en la cruz al final de la procesión.

Reverendísimo señor, un despropósito de tal magnitud debe ser castigado duramente, por lo que ruego a su excelencia intervenir frente al representante del marqués del Carpio para que se tomen las medidas necesarias.

 Que Dios bendiga a sus pasos. Se despide su humilde servidor en dios

Jesús Sabater, Párroco de Sorbas

para ir a la tienda online de  

El último morisco