El último morisco

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El último morisco.

Aquí abajo encontrarás las tres primeras páginas del primer capítulo.»

Capítulo 1

 

5 de julio de 1556, Cala de Agua Amarga, reino de Granada.

 

Antes de que el último vestigio de luz desapareciera por detrás de la sierra, el vigía apoyó las manos en el parapeto de la atalaya, y escrutó la inmensidad frente a él. El calor de las piedras, el vino agrio, y el tufo a algas podridas, le revolvieron las tripas.

    —¡Baja ya, Pascual! —gritó alguien.

    El guardia volvió a mirar hacia el abismo. En aquella noche sin luna, apenas podía distinguir la espuma de las olas rompiendo en la playa.

    —¡Quién me mandaría venir a esta tierra! —se dijo a sí mismo.

    —¿Bajas o no? 

    Con una brisa algo más fresca quizás se hubiese quedado en su puesto, y, tal vez, habría visto las velas que se acercaban. En cambio, chasqueó la lengua y bajó a unirse a la partida de cartas. Aquella decisión le costaría la vida y arruinaría la de muchos inocentes.

    En cuanto las proas rozaron el fondo arenoso, un centenar de sombras saltaron a tierra. Vestían ropas oscuras y llevaban las armas envueltas en telas negras. Después de un breve intercambio de órdenes, una primera columna se dirigió a las montañas, y la segunda se encaminó hacia la torre vigía.

    —¡Son Tres Reyes!

    Pascual tiró las cartas sobre la mesa y, después de dedicarle a sus compañeros una sonrisa desdentada, arrastró las monedas.

    —¡Me cago en satanás! Si lo sé, no te llamo.

    —¡Venga, Cano! No seas mal perdedor —replicó el tercer vigilante, un mozo de barba rala. El ganador de la mano se disponía a barajar las cartas de nuevo, cuando, un fuerte golpe contra la puerta los hizo dar un respingo. Después de un breve momento de vacilación, Pascual prendió una antorcha y se precipitó escalera arriba. Sacó la cabeza por encima del pretil y vio el promontorio rodeado.

    —¿Quién va?

    La pregunta sonó como un graznido.   

    —¡Entregaos!, no os pasará nada.

    Los otros vigías irrumpieron en la plataforma. Lorenzo se quedó petrificado, Cano, en cambio, le arrebató el hachón y se fue para la pila de leña seca.

    —¡No lo hagas! ¡Nos matarían!

    —¡Ya estamos muertos! Demos la alarma y llevémonos cuantos podamos, con nosotros al infierno.

    —¡Si salís ahora, os dejaremos ir!, No tenemos intención de haceros daño —gritó el berberisco que estaba al mando. Alto, de buen porte, se cubría la cabeza con un yelmo envuelto en seda negra. Hablaba un castellano correcto, aunque, el marcado acento delataba su procedencia.

    —El socorro no llegará a tiempo —razonó Pascual—. Nuestra única posibilidad de salir con vida de esta es entregarnos y confiar en que esos malnacidos se contenten con pedir un rescate.

    Lorenzo, que ya tenía la cara del color de la cera, empezó a temblar. Había oído relatos sobre esclavos cristianos, hacinados en alguna galera. Siempre había pensado que una muerte rápida era preferible a permanecer encadenado a un remo, recibiendo latigazos, hasta que un día lo mandaban a uno al fondo del mar.

    Los piratas hicieron rodar un barril de pólvora contra la base de la atalaya, si bien, no hizo falta prender la mecha, porque la portezuela de la torre se abrió y sus ocupantes se descolgaron por una escalera de mano. El primero en morir fue Pascual, el corazón atravesado por una lanza. Cano intentó regresar a la torre, pero el virote de una ballesta le entró por la nuca y le salió por la boca. Peor suerte tuvo Lorenzo: lo apresaron vivo.

    Después de ocultar los cadáveres, los argelinos se metieron tierra adentro, guiados por un renegado morisco, oriundo de la comarca. Fueron avanzando por veredas empinadas, en una fila apretada. A menudo, tropezaban los unos con los otros; así y todo, en menos de tres horas, culminaron la ascensión.

    Antes de volcar por la ladera de poniente, el jefe de la expedición, al que sus hombres llamaban El Sawad[1], por el color de su tez, echó un último vistazo al lugar donde habían quedado las falucas. El guía se movía con agilidad, entre las grietas del terreno y las rocas sueltas, gracias a unas piernas cortas, que le habían granjeado el apodo de El Chiqui. La zona estaba despoblada, pues, por orden real, y, precisamente, para prevenir pillajes, nadie habitaba a menos de una legua de la costa. De madrugada, la escarpada ladera dio paso a eriales de pendiente más suave; y cuando el cielo, detrás de ellos, adquirió un tinte morado, los sigilosos guerreros extremaron las precauciones.

    Al salir de una pequeña hondonada, el guía echó el cuerpo a tierra y, los que le seguían se dispersaron entre la maleza. El jefe de la expedición, en cambio, reptó hasta él y lo interrogó con la mirada.

    —¡Sorbas! 

    El incipiente resplandor del amanecer reveló un altiplano erizado de casas, rodeado por el tajo de un río seco. El Sawad sacó un catalejo de entre sus ropas y lo enfocó hacia el castillo que defendía el único acceso al pueblo.

    —¿Cuántos hombres guardan la fortaleza?  

    —Unos diez, Kabytan. 

    —¿Alguaciles? 

    —Un viejo y un par de ayudantes, aunque como son moriscos, no pueden llevar armas.

    Siguió paseando la mira por encima de los tejados, hasta identificar una torre cuadrada, coronada por una cruz. El objetivo principal de las incursiones era la captura de rehenes y los rescates más valiosos siempre eran los de nobles y clérigos.  

    —¿Y los cristianos?

    —Doce familias, además del cura y el sacristán. Viven todos en una misma calle, en la parte alta; para llegar allí, tendremos que atravesar el pueblo.

    —¿Algún Hidalgo?

    —No. El señor de la villa tiene una casona, pero no viene nunca.

    El Chiqui había pasado su infancia en la localidad que iban a asaltar y mantenía la información al día, gracias al flujo incesante de granadinos expatriados que llegaban al puerto de Oran.

 

    El pirata volvió a examinar la fortaleza; esta vez localizó una silueta en el adarve.

    —¿Estás seguro de que no hay más de diez soldados en toda la villa?

    —Puede que incluso menos. La costa está a seis leguas; no temen ataque alguno.

    Apenas el sol superó las cimas de levante, tiñendo las casas de un suave color dorado, los gallos empezaron a celebrar la llegada del nuevo día. Las puertas, bajo la fortaleza, se abrieron y dos centinelas tomaron posiciones a ambos lados del arco de piedra. Entonces, a un gesto de su jefe, los bandidos reanudaron la marcha.  

 

[1] El Sawad – El negro

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